Puente Negro
La Tragedia de Puente Negro
Era una gélida noche de invierno en 1968, en el pequeño pueblo de Puente Negro, un rincón precordillerano de la Región de O'Higgins, Chile, donde el río Tinguiririca rugía con fuerza bajo el viejo puente de madera y fierro pintado de negro. La comunidad, de apenas 600 almas, vivía una vida tranquila, marcada por la rutina de los viajes diarios de la micro del señor Agustín Ferrari, conducida por don Mario Cornejo, que conectaba el pueblo con San Fernando. Aquella micro, un vehículo modesto pero vital, era el corazón del transporte local, llevando a estudiantes, trabajadores y familias en sus trayectos diarios o en viajes especiales los fines de semana, como al cine o a torneos deportivos.
Esa noche, cerca de las 23:00, la micro cruzaba el puente cargada con 21 pasajeros, entre ellos jóvenes que regresaban de un día de actividades en San Fernando. El aire era denso, el frío calaba los huesos, y la oscuridad envolvía el camino. Nadie podía prever la tragedia que estaba a punto de desatarse. Al llegar al centro del puente, un crujido ensordecedor rompió el silencio: los cables de soporte del puente, debilitados por años de descuido, cedieron bajo el peso del vehículo. En un instante, la micro se precipitó al vacío, cayendo al tormentoso caudal del río Tinguiririca.
El impacto fue brutal. El agua helada irrumpió por las ventanas rotas, atrapando a los pasajeros en un caos de gritos, desesperación y desorientación. Las puertas, sumergidas, eran inútiles. Algunos lucharon por liberarse de los asientos retorcidos, mientras otros intentaban ayudar a los atrapados. El pánico se mezclaba con el instinto de supervivencia. En medio del torrente, el frío y la oscuridad, los sobrevivientes se aferraban a cualquier esperanza, nadando hacia la orilla, heridos, empapados y temblando de hipotermia. Caminaron descalzos por un camino ripioso, algunos llorando, otros rezando, hasta encontrar ayuda en el retén de carabineros.
La tragedia se cobró la vida de dos jóvenes, Jaime Coussille y Carlos Cáceres, dejando al pueblo sumido en un duelo profundo. Los heridos fueron trasladados a San Fernando en un camión prestado, usado habitualmente para transportar carbón, que esa noche sirvió como ambulancia improvisada. Las familias, desgarradas por la angustia, esperaban en el hospital noticias de sus seres queridos. La comunidad de Puente Negro, unida por el dolor, suspendió sus actividades deportivas y sociales, y el luto se instaló en cada hogar.
No había monumentos para recordar a las víctimas, pero las secuelas físicas y psicológicas persisten en los sobrevivientes, muchos de los cuales aún evitan hablar de aquella noche. La negligencia del Estado chileno, señalado como responsable por el mal estado del puente, dejó una herida abierta en la memoria colectiva. Puente Negro, con su río de aguas cristalinas y su balneario ribereño, nunca volvió a ser el mismo. La tragedia de 1968 se convirtió en un eco imborrable, un recordatorio de la fragilidad de la vida y de la importancia de la memoria para honrar a quienes se perdieron en el Tinguiririca.
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